Información y difusión sobre temas relativos a la salud mental: prevención, síntomas, cuadros clínicos, investigación, diagnóstico y tratamiento.
(Y algunas cosas más)
Pues sí, por esta novela le han dado el premio Goncourt al escritor Hervé Le Tellier, leo en Wikipedia que nació en 1957, o sea es un maduro de mi quinta. Con esta novela en noviembre de 2020 le dieron el Premio Goncourt, que según las bases de la Academia "se otorga al mejor volumen de imaginación e prosa entre las novelas publicadas en el año en curso".
La trama de la anomalía está destripada en la contraportada del libro y en las críticas promocionadas por la editorial. Resulta que un avión de Air-France que hace el trayecto entre París y Nueva York en marzo de 2021 pasa por una extensa zona de turbulencias. Al aterrizar, los pasajeros y la propia tripulación agradecen haber llegado a puerto (mejor dicho a aeropuerto)... y el autor nos cuenta la vida de unos cuantos de ellos (once, creo).
Pero resulta que ese mismo avión, en el ms de Junio está pasando por la peripecia del gran peligro por la extensísima tormenta y las turbulencias, cuando de repente pide aterrizar en Nueva York y da el código del vuelo. Voilà! resulta que es el mismo de tres meses atrás, los viajeros, la tripulación, son las mismas personas. Se han duplicado.
Las autoridades norteamericanas capean el temporal, llevando a las fotocopias vivientes a una base militar, donde intervendrá un equipo de crisis compuesto de militares, agencias gubernamentales, psicólogos a porrillo, y un equipo de frikis que han elaborado lo que llaman en honor a Douglas Adams, el Protocolo 42. (Lo que hay que hacer cuando lo que sucede es de todo punto imposible).
La segunda parte del libro dará pie a ver como se las compone cada pareja de dobles cuando se encaren entre sí, que reflexiones harán y a que soluciones o compromisos llegarán. Dos personajes no tienen su copia, uno porque el original se suicidó (y es casualmente el escritor que antes de poner fin a su vida escribió un libro de culto La anomalía), y otro es el comandante del avión que morirá por segunda vez de un cáncer de páncreas.
En el epílogo o al final hay un toque de humor negro, que creo hubiera estado mejor en otro momento de la novela. Lo lamento, y difiero de la opinión de Javier Cercas que dice que es un libro fácil de leer pero difícil de entender. Estoy de acuerdo, se lee fácil. Quizá no lo haya entendido, pero creo que el autor no se la sacado ningún partido a las situaciones que se plantearían en esa inédita situación. Las reacciones tanto sociales, como las políticas, las religiosas y especialmente las personales me han parecido extremadamente planas y parecen más propias de un guion de serie de plataforma (quizá a eso aspire).
Se lee fácil, de acuerdo Cercas, pero no se si merece el mayor premio de las letras francesas a una novela de ficción. Desde luego partour sont les fèves au lard.
Hace casi un
mes, fue el 13 de noviembre, París sufrió una serie de atentados que acabaron
con la vida de ciento treinta personas (en recuento del día siguiente) y de más
de cuatrocientos heridos. A ellos hay que sumar los siete terroristas que se
autoinmolaron en las horas posteriores, y seguramente alguno de los entonces heridos
haya pasado a engrosar el número de fallecidos. Una fatal estadística…
Como en un
guión cinematográfico, los ataques se produjeron en distintos puntos de la
ciudad, y las víctimas no eran personas representativas, ni cargos públicos ni
fuerzas de seguridad, sino ciudadanos normales y corrientes, que pasaban la
noche del viernes en un ambiente festivo: un partido de fútbol, un concierto,
restaurantes… Los atentados produjeron una fuerte conmoción en Francia, y una
tremenda y también conmocionada reacción internacional. Sin embargo, el número
de víctimas en los atentados de Atocha de Madrid en marzo de 2004 fue superior,
allí se alcanzaron 191 víctimas el primer día.
Supongo que
todo lo que se tenía que decir se ha dicho. Las reacciones de solidaridad
internacional, la perplejidad, la indignación, el análisis político, las
motivaciones de los terroristas y el caldo de cultivo en el que han crecieron
esos europeos de tercera generación, la influencia de los videojuegos en la
mentalidad de los que atentan, el Islam y el islamismo, la mentalidad de los
radicales, las redes sociales y su
utilización como fuentes de persuasión, y un larguísimo etcétera.
Y también mucho
se ha hablado de cómo nos duelen más las víctimas cercanas, de estilo de vida
parecido al nuestro. Eso es cierto, nos sorprenden y atemorizan más estos
atentados que todos los que ha habido en países más lejanos, de religión
musulmana, países más pobres y más desesperanzados que nosotros, la opulenta y
permanentemente en crisis sociedad occidental.
De todo lo que
sucedió destacaría varias cosas:
El papel del
teléfono móvil y las redes sociales, tanto en la búsqueda y geolocalización de
las personas, como en el hecho de que muchos parisinos organizados a través de twitter abrieron sus casas a las personas que huían de los lugares atacados y
no sabían dónde ir. También se organizó la llamada para las donaciones de
sangre a través del teléfono móvil. La solidaridad del siglo XXI, cibernética y
en red.
La magnitud de
las reacciones, también en la red. He visto los colores de la bandera francesa
tiñendo perfiles de whatsapp, de facebook, de twitter… e iluminando también monumentos en todo el planeta.
La reacción
institucional francesa ante la tragedia y la
grandeur de la puesta en escena de la misma -no me refiero a la respuesta
militar- sino a la solemnidad del ejecutivo francés cerrando filas en torno a
su presidente y su bandera.
Pero ahora
quedan las víctimas, que puestos a clasificar también son de diferentes tipos:
Las víctimas
directas e irreversibles, los fallecidos. Vidas segadas, caminos sin futuro, historias
sin final.
Las víctimas
indirectas, aquellos que arrastrarán el dolor de haber perdido a sus seres
queridos en ese instante cruel.
Los familiares de los terroristas, franceses o belgas de adopción y posiblemente integrados (o no) en los países en los que viven, y que se debaten entre el amor a los suyos y el dolor que los suyos han provocado.
Los heridos,
que tienen ante sí un duro camino, el de la recuperación física y psíquica. Con
la ambivalencia y la responsabilidad de saberse vivos. Posiblemente también han
perdido algún ser querido, y seguramente también creyeron que morirían.
Los
supervivientes de los atentados, especialmente aquellos que fueron rehenes. Que
vieron el horror y seguro que se dijeron a sí mismos “esto es el fin.
Y todos los
demás, espectadores de la tragedia más o menos cercana. Vecinos de París,
vecinos del mundo que lo vimos en televisión, que nos afligimos por todos ellos
y sobre todo por nosotros mismos, porque nos puede pasar también… Y que ya casi -en menos de un mes- lo hemos olvidado.
Y un poco
de psicopatología:
El
malestar psicológico tras la exposición a un acontecimiento traumático es
bastante variable. En algunos casos, los síntomas se pueden entender dentro de
un contexto basado en el miedo y la ansiedad. Sin embargo, está comprobado que
muchas personas expuestas a dichos acontecimientos traumáticos exhiben como
características clínicas síntomas de anhedonia (dificultad para gozar de las
cosas) y disforia (irritabilidad) exteriorizados como síntomas de enfado y
hostilidad. También pueden presentarse síntomas disociativos.
Los
criterios actuales de clasificación han diferenciado entre trastorno por estrés
agudo y trastorno de estrés postraumático. Aunque el cuadro clínico es similar,
en el primero la duración de los síntomas no excede al mes después de la
exposición del evento traumático, es decir, que el primero es un cuadro de
menor gravedad, especialmente por la autolimitación.
Así,
el TEPT sigue siendo el cuadro nuclear tras un trauma. En estos pacientes los
síntomas no se corresponden a una exageración de la respuesta normal de estrés,
sino que existen diversos indicadores biológicos que representan una respuesta
específica.
Lo
más sobresaliente es la re-experimentación persistente de la vivencia
traumática. Imaginemos esta experiencia, es estremecedor el hecho de vivir un
acontecimiento de tal impacto y que ha supuesto un peligro vital, y la persona
lo ha percibido como tal, un riesgo para su vida. Pues si desarrolla un “trastorno
por estrés postraumático”, a aquella persona le puede suceder:
Tener recuerdos
del acontecimiento, de forma repetida e intrusiva y que lógicamente provocan un
gran malestar.
Soñar sobre el
hecho, también de forma repetitiva.
Tener la sensación de que el trauma está sucediendo de nuevo,
reviviendo la experiencia e incluso tener ilusiones auditivas o visuales y
flashbacks, como sucede en ocasiones.
Al exponerse a estímulos que recuerdan el hecho traumático, vivenciar un intenso malestar psíquico.
·Imaginemos a las personas que
estuvieron como rehenes en la sala Bataclan,
¿qué sensaciones tendrán cuando acudan a un local donde se haga un concierto? Vaya, si vuelve a estar en una
situación similar… o quizá nunca pueda recuperar esta forma de ocio.
El trastorno
de estrés postraumático se asocia con altos niveles de discapacidad social,
ocupacional y física, así como con elevados costes y altos niveles de
utilización de los servicios médicos. Así, sabemos el número de víctimas
físicas, fallecidos y heridos, pero no sabemos el número real de víctimas entre
la población superviviente, que pueden decirse a sí mismos “he tenido suerte…”
pero a la vez cargarán con las secuelas del recuerdo lacerante de la atrocidad.
A menudo, un familiar de un paciente mío que sufre depresión me
pide mi opinión acerca de cómo puede ayudar al enfermo. Normalmente, la frase
suele ser
“Y la familia ¿cómo le tenemos que tratar?
Mi respuesta es: normal, con la mayor normalidad posible, teniendo
en cuenta que quién sufre una depresión está padeciendo una enfermedad, y no
desea encontrarse así. De todas formas hay unos puntos esenciales que pueden
orientar:
1.Tener información real acerca de la enfermedad.
En libros especializados, en la red
hay disponible mucha información sobre enfermedades. Sin embargo, quien mejor
puede ilustrar la situación de su familiar es el paciente que le trata.
No obstante, aquí van unos datos
reveladores:
a)El término médico hace referencia a un síndrome de la esfera
afectiva, con tristeza patológica, decaimiento e incluso irritabilidad, que
limita la actividad vital del individuo. Además en la depresión pueden
presentarse síntomas cognitivos, volitivos
y somáticos.
b)No existe un único diagnóstico de depresión, sino diversas
categorías diferentes recogidas en los manuales de diagnóstico (es decir, una
cuadro de depresión no tiene que ser idéntico a otro).
c)Se trata de una afección frecuente, con tasas de prevalencia del
3% de la población general. Según la OMS en el mundo hay más de 350 millones de
personas que la sufren. Para hacernos una idea de la magnitud de esta cifra,
equivaldría a la mitad de la población europea, y siendo superior el número de
personas con depresión en el mundo que el de habitantes de los Estados Unidos. Impresiona
¿no? Además, está enfermedad afecta casi el doble a mujeres que a hombres.
En el mundo, el equivalente de la mitad de la población europea sufren de depresión
d)Las causas no están totalmente delimitadas, pero está claro que
en su aparición influyen aspectos genéticos, biológicos, psicológicos y
sociales.
2.La depresión no
siempre es “explicable”
Estamos acostumbrados a asumir que una persona esté triste si le
ha ocurrido alguna desgracia. Pero esta presunción no siempre se cumple en los
trastornos depresivos, más bien por lo general no es así y no ha ocurrido un
acontecimiento vital negativo tras el que al paciente le sobrevenga la
depresión.
Por lo tanto, de poco valdrán palabras de aliento como “no tienes ningún motivo para encontrarte
así”. Esta frase ya se lo
repite el propio paciente a sí mismo.
Lo terrible de la depresión es que uno está triste y desesperado
sin saber por qué.
3.Aconsejar cuidadosamente.
Con gran frecuencia los pacientes con depresión reciben
auténticos bombardeos de consejos y “terapias de estar por casa” de sus familiares
y amigos…“Tienes que salir y distraerte”,“lo tienes que hacer tú”, “si
tu no poner de tu parte”…
Estas frases bienintencionadas tampoco suelen ser de mucha ayuda
(más bien diría que de ninguna ayuda). El paciente se siente triste, abatido y
culpable por sentirse mal, y también se dice a si mismo que debería superarse…
pero el gran drama es que en ese momento NO PUEDE.
Por ello, el escuchar el consabido repiqueteo de que “tiene que
poner de su parte” no hace sino agravar el sentimiento de culpa y desesperanza,
sin que se le dé ninguna herramienta para el cambio.
Sin embargo, un buen consejo es repetir al paciente que su
depresión ES UNA ENFERMEDAD y como tal CURABLE y que su estado es PROVISIONAL y
pasajero. Que confíe en sus médicos que
le ayudarán, y que nosotros estaremos a su lado TODO el tiempo y para TODO lo
que precise.
Estaré a tu lado, y lo superarás...
4.Escuchar y acompañar
En ocasiones el paciente preferirá estar solo, y ni siquiera
sabe explicar que le ocurre; en otras ocasiones le será útil la compañía.
Hay que pensar que establecer un puente emocional requiere su
tiempo y difícilmente puede forzarse… Pero hay que estar allí, atento y con
paciencia. Cuando el paciente desee hablar, hay que escucharle, sin
contradecirle ni minimizar sus inquietudes. No ayuda para nada si alguien
expresa una preocupación decir algo como“te
preocupas por tonterías”y
mucho menos“eso es que no
tienes ningún problema”. A veces los pacientes se encuentran más a gusto en compañía de sus mascotas, que nada les dicen, y que solo "están ahí".
"Tu sí que me entiendes"
Tampoco es preciso que le desgranemos todas las soluciones que los demás vemos claras
y obvias. Los pacientes con depresión tienen un filtro cognitivo hacia lo
negativo, y no ven las soluciones, solo los problemas, y eso es una de las
características de su enfermedad.
5.No hacer culpable al paciente.
Por mucho que estemos sufriendo porque vemos a nuestro ser
querido con una depresión, no debemos cargarle además con nuestra inquietud o
impotencia. Decir cosas como“haz
un esfuerzo por mí”,“yo también
estoy pasándolo mal”, no le ayudarán sino que además le abrumarán.
Y si el paciente no actúa como creemos que debe, el familiar no
tendrá que dar por sentado que“no
quiere hacer nada para mejorarse”.
6.Respetar el
tratamiento y la relación médico-paciente.
Asimismo, se debe ser cuidadoso con el tratamiento que recibe
nuestro pariente y también con el profesional que lo prescribe.
En ocasiones he visto que se utiliza el tratamiento como arma
arrojadiza, cuando hay un desencuentro o discusión con el paciente, se
prescinde de su criterio y pueden usarse argumentos que desautorizan al
paciente para zanjar una discusión“¿ya
te has tomado hoy la medicación?”, o bien“esto
lo sabe tu médico, si no ya se lo diré yo”.
Para el paciente el psiquiatra debería ser un faro entre bruma
En otros casos, la medicación y la relación con los médicos y
psicólogos es puesta en tela de juicio “tanta pastilla no te sirve para
nada”,“vas ahí solo para
escuchar lo que quieres oír”. Lógicamente esto desconcierta al paciente,
que en muchos casos se siente culpable no sólo por sufrir el trastorno
depresivo, sino por recibir tratamiento farmacológico “a mi marido no le
gusta que tome pastillas, él es anti-medicación”(o no cree en los psicólogos, o en los
psiquiatras… o incluso cuestiona la existencia de la depresión como enfermedad).
Estas aseveraciones solo consiguen que el paciente además de sufrir una
enfermedad, se sienta culpable y esté en permanente conflicto con respecto a su
tratamiento.
Estas actitudes negativas de la familia normalmente se producen
en función del tiempo de evolución del cuadro depresivo. Si la enfermedad se ha
prolongado produce efectos en el entorno, que no so desdeñables: preocupación,
sobrecarga emocional, incomprensión e incluso hastío… que naturalmente el
paciente percibe e incrementa su sentimiento de culpabilidad, empeorando el
cuadro inicial.
Un tutor de mi
época de residencia de psiquiatría insistía mucho en el tema de cómo referirnos
a los pacientes. Cuando escuchaba decir
a los médicos jóvenes en sesión clínica: “es un paciente depresivo…”.
Inmediatamente, con gesto adusto,
interrumpía la exposición y decía: “es un paciente que padece una
depresión, prosigue…” Si quién exponía el caso se “colaba” de nuevo, le
interrumpía otra vez y entonces casi rugía:
“Pero
vamos a ver, este paciente sufre una enfermedad, que ya veremos al exponer el
caso si has acertado con el diagnóstico… Pero esa persona que sufre no
se define por la enfermedad -vale, uno
que ha nacido en Bilbao su patronímico es bilbaíno, o si ejerce un determinado
oficio será carpintero o lechero- no os confundáis con eso y no le endilguéis
un adjetivo que lo despersonaliza totalmente y hace que lo veáis como algo homogéneo,
como si “un depresivo” fuera totalmente igual a otro “depresivo”. Es una falta
de respeto y no es enriquecedor para la exploración… que una cosa es
diagnosticar y otra es etiquetar”.
Pues bien, cada
vez escucho a médicos denominar a pacientes como “depresivas”, “ansiosos”,
“bipolares” “obsesivos”, y un largo etcétera para resumir.
Con los muchos
años de práctica, como mi tutor de cuando era joven, cada vez desconfío más de
las etiquetas, mejor dicho, de la utilización de las etiquetas, que a pueden
ser “armas arrojadizas” ya que en ocasiones se utilizan para descalificar.
Cual moderna criatura del Dr. Frankestein, el paciente psiquiátrico sufre una grave estigmatización
Y con ello no
quiero decir que los criterios de diagnóstico psiquiátrico no sean útiles, al
contrario, lo son y mucho porque unifica el lenguaje, puede delimitar grupos
homogéneos para la investigación clínica,
hace que nos podamos entender entre profesionales y saber que hablamos
de lo mismo (o más o menos de lo mismo). Pero de eso, a pensar que el DSM-5 es
la “biblia” de lo que les ocurre a los pacientes no de ser algo ingenuo y reduccionista.
Los criterios diagnóticos
El laberinto de los diagnósticos
No hemos de
tener prisa en diagnosticar, ya que primero debe existir un conocimiento atinado
del paciente, que se hará a través de la correcta anamnesis (historia clínica),
y una reflexión de “por qué le pasa lo que le pasa a mi paciente” absolutamente
imprescindible para entenderlo y tener el privilegio de tratarlo, para “curar a
veces, aliviar siempre, consolar siempre”.
La frase es el
título de un blog que me encanta por sus reflexiones sobre la deontología y la
medicina corpórea en la máxima expresión (la de cuidados intensivos). A su vez su autora toma el título de dos médicos franceses (Bérard y Gubler) del siglo
XIX, que definieron así las funciones de nuestro oficio. Y así debería ser también en el tecnológico pero atribulado siglo XXI.
El doctor, de Luke Fildes (1891)
La pintura retrata un aspecto casi perdido de la medicina. El doctor que contempla atento y preocupado a su joven paciente, intrigado y absorto en desentrañar cómo podrá tratarle o si su terapéutica será eficaz.
La pequeña enferma, suponemos que víctima de cualquier enfermedad infecciosa terrible e incurable de una época en que no se disponía de antibióticos ni de vacunas, parece débil, pálida y dormida a la luz del quinqué que se ha dispuesto para que el médico pueda examinarla. Vemos también que la estancia es humilde casi lóbrega, ropa tendida, la criatura acostada entre dos sillas, sólo el pajarillo en la ventana introduce una nota de alegría.
La madre parece desconsolada llorando a la espera de lo peor. Y la dignidad del rostro del padre, preocupado ante lo que le sucede a su hija, pero que con su mano apoyada en el hombro de su mujer intenta darle consuelo, mientras mantiene fija su mirada en el médico, esperando de él lo que siempre esperan los pacientes de los médicos: curación, alivio o al menos consuelo.
Ni siquiera estos adorables gatitos les gustan a todo el mundo
Acabo de leer uno de estos “listado” recomendación para caerle
bien a todo el mundo, constaba de diez puntos. He visto otro listado de siete
puntos (este trataba de habilidades comunicacionales), y por último otro más
ambicioso de veintidós puntos.
Caramba, cuantos consejos (y muchos de ellos buenos consejos) encaminados
a un objetivo inalcanzable y FALSO: Caer bien a todos.
Este jugador tampoco lo consigue (bueno marcar gol, si)
Pensemos en alguien relevante
o conocido muy famoso y aclamado: se me ocurre un futbolista ¿Messi?, pues a
pesar del reconocimiento, galardones y admiración que desata hay aficionados al
fútbol que preferirán a otros jugadores, sobre todo si son seguidores de otro
club.
Este escritor no atrae a todo el mundo
Vayamos a un "tema más culto”
mi escritor favorito, (bueno uno de los míos) es Javier Marías, pero
hay lectores que lo consideran alambicado y pedante. De entre los músicos, quién puede
resistirse a Mozart, pues un buen amigo (y también psiquiatra por cierto), dice
que es facilón y populista.
Y este compositor, tampoco
O sea, que algo o alguien acierte todas las dianas, a todos
agrade y consiga un criterio unánime en cuanto a su consideración, no es sino
una meta baladí.
Y sin embargo, cuantos pacientes que visito en mi consulta se
imponen a sí mismos este objetivo, el de agradar a todos, no pudiendo resistir
el pensamiento de que alguien les critique, o la posibilidad de ser rechazado,
o que no les considere un buen compañero o un buen amigo, creyendo que su valía
personal es el sumatorio de todas las opiniones que un amplio “demás” (los
demás) emitirán sobre esa persona.
El temido rechazo
Ello tiene varias consecuencias, la primera, es que uno deja de
decir sus propias opiniones para no incomodar, para no discutir -aunque en
según qué temas esa parece ser una medida sensata-, para sentirse integrado en
un grupo, con lo cual es muy posible que uno pierda de vista sus propias elecciones
y gustos, y en ese afán de parecernos a los “nuestros” no sabemos quién somos
(cual "zelignianos" protagonistas de la película de nuestra vida).
Otra consecuencia es que esa preocupación por complacer a los
demás nos lleve a no saber decir que no… pensando que así seremos más gratos a
nuestros amigos y a nuestra gente. Pero el
que nunca dice a nada que no acaba sintiéndose víctima de aquellos a los que
deseaba gustar, ya que a veces percibirá que los otros “abusan” de su
confianza. Y es posible que lo hagan, pero es que les hemos mal acostumbrado.
La asertividad (de lo que quería hablar) forma parte de las
habilidades sociales, y se definiría por aquella forma de comunicación que aúna
las conductas y los pensamientos que nos permiten defender nuestros derechos,
sin agredir ni ser agredidos.
En la década de los 40 del siglo XX, el psicólogo conductista Andrew
Salter definió la asertividad como un rasgo de personalidad y pensó que algunas
personas la poseían y otras no. Hablaba de “la expresión de los derechos y
sentimientos personales” hallando que casi todo el mundo podía ser asertivo en
algunas situaciones y absolutamente ineficaz en otras. La máxima diferencia entre
las persona asertivas y las que no desarrollan esta habilidad radicaba, según
Salter, en la falta de confianza y también en la escasa claridad de los
objetivos al comunicarse.
A nivel clínico, lo que observo es que una de las razones por
las que las personas son poco asertivas, se debe a que piensan que no tienen
derecho a sus propias creencias u opiniones, que posiblemente estas serán
erróneas.
Extraño en ella, Mafalda se muestra poco asertiva
En este sentido es importante que comprendan que TODO el mundo tiene
derecho a su opinión y a su creencia, y claro está a manifestarlas. Y que
también uno puede equivocarse, existiendo tal posibilidad como un DERECHO
también.
Aquí el sabio es Miguelito
Resumiendo, ser una persona con buena asertividad NO implica
tener siempre la razón, sino que esa persona tiene claro que puede expresar sus
opiniones y hacer valer sus gustos con total libertad, con educación y respeto
hacia los otros sin vulnerar los derechos de los demás, puesto que no se hace
con displicencia, desdén, menosprecio o agresividad hacia la otra persona.
La película Zelig (filmada
en 1983)es una comedia de Woody
Allen, en la que se entremezcla el humor característico del director, su pasión
por el jazz y una de sus obsesiones psicológicas, la de la propia identidad y
la identidad social.
La película está filmada como si se tratara de un falso documental
y en su momento fue muy reconocida por la crítica por sus innovaciones técnicas
e interpretativas.
La historia, recorre parte del siglo XX a partir de los
años veinte hasta el final de la década de los sesenta, se centra en un extraño
personaje, Leonard Zelig que empieza a alcanzar notoriedad pública por sus
repetidas apariciones en diferentes lugares y con distintos aspectos: así vemos
a Leonard Zelig en en momento de la Gran Depresión económica de los Estados
Unidos, en la Alemania nazi de Hitler, en la mansión del magnate William
Randolph Hearst y en la II Guerra Mundial.
Zelig tiene la capacidad de cambiar su apariencia física,
adaptándose al medio en el que se encuentra, por lo que se le acaba conociendo
como el “Hombre Camaleón”, si está con un judío ortodoxo le crecen barbas y
tirabuzones; si habla con una persona de raza negra, su piel se oscurece; y si
está con algún oriental pasa a tener ojos achinados.
Pero no solo su aspecto físico cambia, su forma de hablar,
sus maneras, y quien cree ser: así será un psiquiatra más frente a los
psiquiatras que le atienden y estudian su caso.
Zelig será tratado por la doctora Eudora Fletcher, una
psicoanalista persistente y ambiciosa que también desea reconocimiento, además
de diagnosticar y ayudar a Leonard. La Doctora Fletcher llega a descubrir en
Zelig un caso extremo de inseguridad, por lo que se camufla entre las personas,
adoptando su total apariencia y su ser para poder ser aceptado.
El propio director habla de su película, y de los peligros de renunciar a los propios principios y personalidad "para no causar problemas".